Pareciera que los naranjos fueran a girar para ver la fiesta: los niños corrían detrás de los patos, las ovejas saltaban locas de alegría, los gansos graznaban.
Unos guacamayos sobrevuelan el Fundo Beato Juan Pablo II. Su plumaje azul y rojo intenso, desafía. Imposible presenciar un espectáculo más bello.
La algarabía se convierte en orquesta. La sinfonía, inigualable.
La belleza del paisaje de la selva es tal que me siento como si el Creador me hubiera transportado al paraíso y hablo con Dios.
—Gracias Señor por estos niños, dice la gente que son muy guapos; hace unos meses, llenos de sarna, nadie los miraba a la cara.
—Gracias por sus risas; tiempo atrás debía hacer payasadas para llamar su atención con el objetivo de “enseñarles a reír”. No comprendía cómo había que enseñar a alguien a reír. Ahora su felicidad es contagiosa.
—Señor, los niños están radiantes. ¿Estás contento con nosotros? ¿Cómo te sientes Jesús?
Unas nubes graciosas descargan cubos de agua. Los patos, gansos, ovejas y niños se guarecen, sigo inmóvil, empapado de agua fresca.
Y Dios respondió. Mostró su gozo de ver nuevamente su querido Hogar Nazaret y envió un arcoíris:
“Ésta es la señal del pacto que establezco para siempre con vosotros y con todos los seres vivientes que los acompañan: He colocado mi arco iris en las nubes, el cual servirá como señal de mi pacto con la tierra. Cuando yo cubra la tierra de nubes, y en ellas aparezca el arco iris, me acordaré del pacto que he establecido con vosotros y con todos los seres vivientes”. (Gn 9,12-15)
Gracias Jesús, gracias.