Este relato tiene color nunca visto.

Acabamos de salir del hospital con María. Estamos agotados.
Cuando nos retiramos a descansar, Juanita nos avisa de que hay un niño de siete meses tirado en la cuneta. Lo han arrojado con la intención de que las aguas se lo llevaran.

Saltamos a la furgoneta. José silba la canción del “Equipo A” y reímos disimulando el nerviosismo. Es un sitio peligroso. Llevamos un gran letrero en la camioneta con nuestro nombre y cada uno aprieta con fuerza su rosario.

Localizamos a la familia y al bebé. Debemos actuar como lo haría Jesús, sin juzgar, debemos mirar a los ojos a las personas que han intentado matar al bebé, con todo el amor del que seamos capaces.

Nuestra actitud les desconcierta. Empiezan a justificarse.
Creo que estoy ante la situación más dura desde que llegué a Puerto Maldonado, al bebé ni siquiera le han puesto nombre.

“Despreciado y desechado de los hombres, varón de dolores y experimentado en aflicción” (Is. 53,3).

Estoy sin ninguna duda delante de Jesús. Tan despreciado que ni siquiera le han querido poner nombre…

Soy sacerdote, soy otro Jesús, debo amar al pecador y tienen que sentir ese amor. Necesito mirarles con los ojos de Jesús.
No he sentido ni siquiera rabia. Dios me ha concedido esta gracia. Por eso este relato es diferente.

Está temblando y tiene fiebre. El médico asegura que se recuperará el bebé sin nombre.

La familia, quizás porque no les hemos juzgado, hará su partida de nacimiento y me darán un poder indefinido hasta que cumpla dieciocho años.

Las flores más bellas nacen en los sitios más inhóspitos.