Cuando aparecen las madres en el Hogar Nazaret en una situación desesperada, la mayoría embarazadas y con varios hijos, priorizamos al hijo más débil, el que más necesita, el que todavía no ha nacido.
Tengo cientos de anécdotas, al intentar por todos los medios, salvar la vida de la criatura.
Hubo una mujer, que convencida de que le iba a ayudar a abortar, venía cada semana a pedirme dinero. Le describía con crudeza la brutal muerte de su hijo, pero ella insistía sin conmoverse por mis explicaciones.
Estando ya de cuatro meses, la convencí para que fuera al ginecólogo a hacerse una ecografía.
En la consulta el médico la hizo pasar detrás de un biombo, se desvistió. Pensando que yo era el padre, el doctor me pidió que viera en la pantalla el feto.
Por pudor me negué. Tanto insistieron los dos, que al acercarme, ella me agarró la mano y después entrelazó sus dedos con los míos.
El médico nos muestra que es varón y está perfectamente. Ella continúa mirándome como si fuera el padre. ¡Cuánta necesidad de apoyo tienen estas madres! ¡Cuánta soledad!
Ponemos nombre a la criatura, hablamos de qué será cuando sea un hombre, cuidará de su madre y sus hermanos…
Nunca una madre me ha reprochado haberle acompañado para impedir matar a su hijo. Todo lo contrario, lo han agradecido.
Miedo a un futuro incierto, cuando lo más cierto, es que un bebé es el mejor regalo de Dios y trae siempre felicidad.