Fui a la casa con la intención de recoger a David. Vivía con su madre y cinco hermanos en una choza construida con cuatro palos y plástico. Sin luz ni agua, solo dos camastros y una cocina de carbón.
Detrás de unos tablones, asomó la cabeza Nicolás, de seis años. Su cara desfigurada por las úlceras de la leishmaniosis y extrema delgadez, me cautivaron, parecía escapado de un campo de concentración
Los dos hermanos vinieron al Hogar Nazaret. David se recuperó pronto y a los seis meses fue a vivir a casa de sus tíos.
Nicolás no sabía comer, ni hablar. Estaba en un continuo trastorno de pánico. Se expresaba solo con pequeños gritos.
Con el tiempo me fui enterando qué había sucedido con el niño. Lo habían utilizado para terribles abusos sexuales, palizas, que a pesar de las denuncias presentadas, nunca habían alcanzado su fin. No le creían.
El celebrar la Santa Misa se convirtió en un problema. Sus episodios de miedos le impedían separase de mí. La solución fue ponerle de acólito. Le gustaba la música. Seguía el ritmo de las canciones religiosas con pies y manos.
Pasaron dos años. El Amor cambió por completo a Nicolás pero tan solo decía algunas palabras.
Un día ocurrió el milagro. Mientras se duchaba comenzó a cantar. La afinación y vocalización eran perfectas. Sus notas agudas, la voz de tiple, alcanzaban tesituras mágicas.
A partir de aquel día nos impusimos una gimnasia vocal particular: había que controlar los músculos que intervienen en la producción de los sonidos, respiración, pronunciación… Yo tocaba la guitarra y él gozaba cantando y bailando.
Localizamos a su padre. Nicolás estaba con dengue y tenía afonía. Antes de irse con su padre a Cuzco, a pesar de la ronquera, quise tener un recuerdo de mi Niño Jesús que tan roto llegó a su Hogar Nazaret. Esta es la canción que improvisadamente grabamos.