En algunos relatos he hablado de la princesa María. La niña que con cuatro meses, sintiéndome incapaz de criarla tan pequeña y enferma, me hizo temblar de miedo.
Pero el Hogar Nazaret no lo regento yo, sino Dios, y Él se las arregló para que creciera y se convirtiera en una princesa que desbordaba felicidad sintiéndose querida por todos.
Días después de cumplir dos años, su madre, que supuestamente había superado sus problemas, se la llevó.
Era lo mejor para ella, pero el futuro de María no estaba claro. Habíamos trabajado dos años para que la madre se recuperase y pudiera estar con sus hijos.
Sabía que ese día podía llegar… yo no tenía su custodia. No pude hacer nada para evitarlo. Fue tan doloroso…nos arrebataron las mejores sonrisas de Dios, lo más hermoso de nuestras vidas.
Pasaron diez meses y no conseguíamos sobreponernos a la ausencia de la princesa.
Cuando me dieron el premio Nous en Ecuador, una vez más pensé en María y por primera vez lloré. Me alegré de que una herida tan grande empezase a cicatrizar y recé.
Rezaba por cada niño, por los niños y niñas que llegarían al Hogar y por mi princesa.
“Señor, si estás contento conmigo, quisiera volver a ver a mi niña, escuchar su voz, cantarle la canción con la que se dormía… Aunque sea dentro de diez o quince años, te ruego volver a verla tan solo una hora”.
Emocionado abrí el ordenador. Tenía un correo electrónico que decía: “Ven pronto de Ecuador, la princesa ha vuelto”.
La ternura de Dios es tan grande que lo extraordinario e inexplicable es habitual en el Hogar Nazaret.
Así es Dios, nadie puede ganarle en generosidad. Había pedido una hora y dentro de muchos años, El me la traía a casa justo en ese momento y para siempre.
Su amor constante por nosotros, hasta en los más pequeños detalles muestra su presencia…