Se ha marchado Santiago. Tocaron a la puerta, y ahí estaba su madre con algunos familiares. No pudieron avisarnos antes, viven en la minería.

Tengo la sensación, de que la red que tengo bajo la cuerda que me mantiene en equilibrio, ha desaparecido. Quedo en shock. Pido fuerzas a Dios, estoy temblando…La tía del niño rompe el silencio ante la sorpresa, a modo de desaire: “Un hijo tiene que estar con su madre”.

“Sí, claro que sí, ese fue siempre nuestro deseo y por fin hoy se cumple”, respondo. El dolor aumenta.

Santi recoge su ropa. Han sido seis años con él.

Intento explicarle la situación, pero no puedo, las palabras se ahogan en la garganta…Sale de la casa, una parte de mí, se va con él.

Intento recordar los disgustos que me ha dado, desvelos, problemas en el colegio… Convencerme que será buena la separación, pero en esos momentos, si soy honesto, ese amor profundo nos unía aún más.

Desconozco el cariño que puede profesar un padre… Santi no es mi hijo, pero lo siento como tal, no lo puedo evitar. Hubiera preferido antes quedarme sin brazos o piernas. El tiempo no curará nada. Quizás no vuelva más a verle,cada día su separación será desgarradora.

La mejor manera de llevar la situación, es continuar con la tarea encomendada por Dios de hacer el Hogar Nazaret, reconocer lo maravilloso que fue compartir mi vida con Santi.

Le he dado a Dios lo que más quería, ya nada tengo, todo es suyo. Dirige el Hogar Nazaret a su manera: es guionista, actor y director.

Solo queda aceptar las pérdidas, aunque el corazón no deje de sangrar, vivir el día a día como reto y sobre todo como una maravillosa oportunidad. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor (…) Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?” (Jb 1,20-22)

Nunca aprenderé a nadar en este mar de emociones, pero nadar contracorriente, solo por amor, da sentido a mi existencia.