Semanas después de alquilar la casa y terminados todos los arreglos, me informaron de que estaba viviendo en la zona de prostitución, y que incluso esta vivienda había sido un burdel.

A pesar de echar muchos cubos de agua bendita no me sentía cómodo en este barrio

Meses después empezó la huelga de los mineros: calles cortadas, barricadas, toques de queda. Aumentaba la tensión.

Una mañana, estando los mineros detrás del Hogar Nazaret, en el actual “Mercado tres de mayo”, la policía acorraló a los huelguistas en el momento en el que los niños iban al colegio. Empezaron las carreras, gritos de pánico, disparos.

Una veintena de mujeres se pusieron delante del Hogar protegiendo a los niños como escudos humanos.

¿Quiénes eran esas mujeres que actuaban con tanto valor?

Eran las chicas que trabajan en los «bares» las que habían arriesgado, hasta ese extremo, sus vidas… Las que cuando pasaba delante ellas, miraba al infinito como si no existieran.

Aquel día decidí que si Dios había elegido un pesebre para nacer, sin duda éste era el sitio que El habría adoptado.

Presencié como se repetía este pasaje del evangelio: “Entonces, mirando a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; pero ella ha regado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste beso; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; pero ella ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amo mucho; pero aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados. Los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí ¿Quién es éste, que también perdona pecados? pero él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado; ve en paz” (Lc 7, 44-50).

Cuando terminó la huelga, el 11 de febrero, celebramos la fiesta de la Santísima Virgen de Lourdes.

Con vibración acudieron nuestras heroínas a la Santa Misa y llevaron en andas a la Virgen.