Esta tarde me acerqué a la parroquia. La Misa había terminado.

Un joven adolescente, delante de la puerta espera al sacerdote. Lleva ropa muy sucia, ojos hundidos.
La postura de sus hombros delata cansancio.

Me intento acercar, y alguien se adelanta.
Por la proximidad puedo escuchar la conversación:

—¿Qué te pasa?
—Nada—, responde el joven.
—Estoy mal, espero que salga el sacerdote de la iglesia, quizás él me dé algo de comer.

La respuesta es increíble.

—Tenemos ahora alabanza, vamos a rezar. ¿Quieres venir con mi grupo a cantar?

Siento tanta vergüenza… Doy unos pasos atrás.
Otro del grupo parroquial va hacia él, el aspecto del joven mendigo no pasa inadvertido.

—¿Quieres venir a alabar a Dios?

Con voz temblorosa contesta:

—Ya me invitó tu amigo, gracias. Espero al sacerdote. No he comido, él me dará algo para comer.

Me acerco y me cuenta su historia:
Se escapó de casa, llegó a Puerto Maldonado y allí le robaron todas sus pertenecías: billetera, documentos de identidad, teléfono móvil. Lleva cinco días durmiendo en la calle y sin comer.

Ahora está en el Hogar Nazaret, se ha duchado, ha comido dos platos enormes, ropa limpia. Le hemos pedido que duerma todo lo que pueda hasta reponer fuerzas y veremos los planes que Dios tiene para él.

Resuena una y otra vez la Palabra de Dios en mi:
“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿Cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (Juan 4,20)

En el Hogar Nazaret, hacia las diez de la noche, sin el bullicio constante de los niños, hemos celebrado la Santa Misa y pedido por esos dos que tenían prisa en «alabar a Dios».
Si los pobres no viven en mí, ¿Cómo vivir en Dios?